Gravitando en torno a la pintura de Juan José Valencia
Eloy Fernández Porta

Todo eso está en el pasado.
El despegue, el trazo estelar, el alunizaje. El zapato en la luna.
Maspalomas y Cabo Cañaveral.
Los ojos de la astronauta rusa, el casco blanco, la expresión de cósmica inquietud o melancolía exportada, desde la base espacial soviética hacia el espacio.
El Hombre, decía el narrador de un cuento de Ballard, es un ser que se caracteriza por tener una extensión considerable en el tiempo y una extensión irrelevante en el espacio. Esa carencia, demasiado humana, no lo bastante posthumana, es la que intentó resolver, mal que bien, desde los años cincuenta, la Carrera Espacial. Carrera ajedrecística, escaque, geopolítica, cien mujeres rusas en el espacio exterior: la fase de la Historia en que la idea de poder se desplazó, elevándose, desde el control efectivo sobre el territorio hasta el fascinado recuento mediático, cuasi mágico, de la gravitación estelar. La estación orbital. El satélite. Los ojos perplejos tras el casco.
Los ballardianos recuerdos de la Era Espacial han inspirado un sector amplio y fecundo de la creación desde el último tercio del siglo XX, desde que la Luna se convierte, como escribió Giorgio Manganelli, en un “cósmico lugar de mala reputación”, desde que la Guerra desciende desde las Galaxias hasta el Muro de Berlín, la Franja de Gaza y otros terruños terrenos y prosaicos.
A la hora de evocar esos recuerdos, ese Espacio perdido para siempre, resto de telediario, es fundamental la cuestión del estilo. Ballard trató de resolverla proclamando el final de las emociones y la frialdad maquinal como código expresivo. Artistas como Yinka Shonibare han propuesto la vía opuesta: combinar los códigos visuales de la cultura, el folk africano con la blancura supremacista del Challenger, para sacar a la luz las exclusiones y reducciones que vienen implícitas en la alegoría espacial, en el resumen de la Humanidad en la cápsula y el traje níveo -y la bandera de Armstrong-.
La pintura de Juan José Valencia, con su irónico pequeño formato, el gabinete del cohete herrumbroso, ensaya y logra otra inflexión en esa memorabilia reciente, la arqueología del culmen tecnológico. Lo hace por medio de una drástica reducción de la narrativa estelar a su iconografía, definida por medio de la foto y el documental, renunciando, con contadas y notorias excepciones, a la diégesis narrativa y apostando el cuadro a la gama cromática de los azules arqueológicos, los blancos ensuciados, la nube y el fogueo: la estela o explosión del cohete al despegar, la fogata primordial Cañaveral, la cueva a las estrellas.
Gravitación: cuerpo aéreo, gravitas de la Historia, de la industria militar desviada hacia Saturno, I’m a Rocket Man, revisitada con ocasionales trazos cargados, brochazos que nos hacen pensar a ratos, en un hábil gesto posthistórico, en un impresionista que, levantando la vista más allá de la catedral, por encima de la montaña, hubiera podido prever la perfección rectilínea de la carcasa de lanzamiento, all systems ready, el despegue. Una leve gravedad que nos recuerda, a su vez, otras ricas inflexiones de la cultura canaria contemporánea en la memorabilia espacial, así el vídeo realizado por la productora Canada para la canción del El Guincho Bombay, que empieza con el músico realizando una imitación del clásico programa televisivo de Carl Sagan, el que nos traía, en cada sobremesa, el Cosmos al comedor y el agujero negro al descansillo. Como esos astronautas sin rostro de Valencia, que, desprovistos de rostro, penden o se arrojan, flotan o cuelgan, se elevan o, con una mano enguantada, borrón de blancura, parecen lanzar, desde el pasado reciente, un saludo: al extraterrestre anhelado, a la civilización remota, a nosotros mismos.
Todo eso está en el presente.